lunes, 6 de febrero de 2017

Las patéticas aventuras del patético Pelu, Parte 15




     Ni Pelu ni yo somos James Bond. Por lo general no saltamos de trenes rabiosos ni de aviones suicidas sin paracaídas; lo nuestro no son los tiroteos ni las persecuciones en moto y autos de alta gama, ni salvarnos en el último segundo de explosiones desproporcionadas. Por lo general no viajamos colgados del chasis de algún vehículo a dos centímetros del asfalto. Por lo general, repito, porque el miércoles pasado vivimos en carne propia una de esas escenas à la Jason Bourne; una toma interminable, sin cortes ni cámaras que registraran la tan inverosímil realidad que nos tocó vivir. Todo venía sucediendo dentro de lo normal —Pelu y yo en una bicicleta; Pelu con los ojos entrecerrados dejando deslizar algunas de sus frases poco lúcidas; yo pedaleando con desgano, pensando en otra cosa— hasta que un camión apareció de la nada y nos llevó a dar una vueltita a 80 kilómetros por hora.
     Entre sus ruedas.
     Pelu y yo aferrados al chasis como si fuera la vida misma; suplicando y gritando obscenidades a más no poder.
     La cosa fue así: Era eso de las 7 de la mañana; todavía estaba oscuro. Íbamos con abrigo y bufanda hasta los ojos para aguantar el frío, compartiendo la misma bici (una playera sin frenos): yo pedaleando y Pelu sentado en el manubrio con su cara habitual de marmota recién levantada. Vamos a mediana velocidad por Edison, haciéndole la guerra fría al frío, acompañados por la voz de Pelu asordinada por la bufanda. «Welcome to the jungle» desafina Pelu con voz de chimpancé ebrio, mientras yo pienso qué será de la chica de la panadería. Nos vamos acercando a la Panamericana; ya veo el puente y acelero para que no nos crucen los autos que vienen por la colectora. Pedaleo con fuerza y siento el aire helado en los pulmones. Cuando estamos a punto de pasar por debajo del puente siento que, de repente, de un tirón, aceleramos bruscamente.
     Todavía sin saber qué está pasando, siento el rugido de un motor a centímetros de mi espalda. Giro la cabeza y veo el logo de Mercedes Benz gravitando encima mío como un demonio alemán al acecho. Lo demás pasó tan rápido que me cuesta reconstruir la secuencia:
     El camión acelera.
     La bicicleta empieza a levitar.
     Yo pedaleo en el aire como el pibe de la película de ET.
     Por unos segundos Pelu es ET, un ET pálido y melenudo que se aferra al manubrio como si estuviera al borde de un precipicio.
     En cuestión de segundos, la bici sale disparada hacia el costado de la ruta, tratamos de agarrarnos del paragolpes, pero pasamos de largo. Quedamos boca arriba debajo del camión, manoteando fierros, cables, lo que sea, para evitar quedar enroscados en las ruedas o que el eje trasero nos parta en dos.
     —¡Pará, pará, hijo de mil… —escucho la voz de Pelu entre el rugido insoportable del motor—. ¡Pará, loco! ¡Nos vas a matar!
     —¡Pelu, agarrate bien, aguantá, aguantá! —grito casi sin escuchar mi voz.
     Gritamos como chicas histéricas, como nenes haciendo berrinches rabiosos, como hinchas fanáticos de fútbol protestando el penal que no fue. Pero es inútil, ahí abajo no somos nada ni nadie, no tenemos voz. Después de un rato —no sabría decir cuánto— dejamos de gritar, como si intuyéramos que necesitamos cada gota de energía para seguir colgados del chasis, para aguantar como podamos. Tengo el pie derecho enganchado entre dos fierros y el brazo derecho entre un manojo de varas de acero y cables. ¡Aguantá Pelu, no te sueltes! A pesar del frío, traspiro como un condenado a muerte. Siento un dolor fuertísimo en el estómago, como si me estuvieran desgarrando el abdomen. ¡Pará infeliz! Por favor pará el camión. Me duelen los brazos, las manos, la nuca. A cada rato siento en las piernas, en la espalda, en la cabeza, las diminutas pero fulminantes piedras que salen disparadas con el paso del camión sobre el asfalto. Pelu está callado; creo que llora.
     Por un momento siento que hasta acá llegamos; this is it, dirían en las pelis yanquis, hasta la vista, baby. En un instante la vida se vuelve un montón de fierros tibios y temblorosos a los que me aferro desesperadamente; la vida es el asfalto que se mueve a 80 km por hora a centímetros de mi espalda. Los únicos seres vivos somos Pelu y yo. Lo único que importa en la vida es no soltarse, aguantar hasta el final.
     —¡Pelu! —digo a gritos mientras lo miro de reojo, con la cara pegada a parte del chasis— ¡Pelu, agarrate fuerte, carajo!

     Creo que por primera vez en mi vida siento por Pelu algo parecido al cariño. Aunque no puedo verlo, siento que mi hermano me mira, que de alguna manera me responde con la mirada. Su silencio tiene mucho de despedida.



Continuará el próximo lunes.

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